Uno de los hitos más sangrientos de la caza japonesa, es lo que sucede año tras año en la bahía de Taiji, entre los meses de octubre y abril, en que se cazan 20.000 delfines y otros pequeños cetáceos acorralándolos en una ensenada de baja profundidad para atraparlos. Existe registro videográfico y fotográfico que muestra las crueles imágenes de las familias de delfines chillando, tratando de protegerse y escapar de los arpones y cuchillos y las aguas teñidas de rojo por su sangre, imágenes que los pescadores tratan de ocultar a la prensa y los observadores que se acercan al lugar.
Cada año la repulsa internacional contra esta masacre es más fuerte, y nuevamente este año pediremos al gobierno que terminen con estas practicas. Para la producción cárnica los delfines son cargados vivos en camiones a mataderos cercanos donde mueren degollados y desangrados. La carne, rotulada como «carne de ballena», satisface el consumo de la población japonesa e internacional, donde tiene cada vez mayor demanda. Por su parte, la captura de ejemplares vivos (generalmente hembras jóvenes) para delfinarios y parques acuáticos las condena a vivir hasta el último de sus días confinadas en piscinas como figura central de entretenimiento y de los programas de «Nadar con Delfines» de los acuarios de todo el mundo.
La industria de los delfines en cautiverio se muestra como «salvadora» de los delfines, pues evita que éstos sean convertidos en carne, pero sólo lo hacen porque es mucho más rentable vender un delfín a un acuario que matarlo para que se convierta en carne. La multibillonaria industria de los delfines para cautividad no está salvando a los delfines de la muerte, sino que ayuda a mantener esta cruel práctica para provecho de la industria.
Recientes investigaciones sobre la capacidad de los delfines para comprender la muerte y reaccionar ante ella aumentan aún más los cuestionamientos sobre la crueldad y el sufrimiento asociados a su caza. Tienen gran sensibilidad a la muerte como lo demuestra que en 2007 él Instituto de Investigación Tethys (Milán, Italia) observo que una madre interactuaba con su cría recién nacida muerta. Durante dos días, los especialistas observaron cómo la madre intentaba incansablemente de levantar la cría sobre la superficie del agua para que respirara. “La madre nunca se separó de la cría y la tocaba suavemente con su hocico y aletas pectorales”, afirmó Gonzalvo. La cría presentaba una herida en la parte baja del mandibular, sugiriendo que podría haber sido asesinada por otros delfines, ya que la especie registra casos de infanticidio entre sus miembros. Conciente de los riesgos de asociar sentimientos humanos con conductas de especies no humanas, Gonzalvo sugiere que la madre podría haber estado en duelo. De acuerdo al investigador, “Parecía incapaz de aceptar la muerte de la cría”.
Pero no es su empatía, su increíble inteligencia o ni siquiera su dotación de conciencia lo que nos debería llevar a incluir a los delfines (igual que al resto de animales que conviven con nosotros en este planeta) en nuestro círculo de consideración moral y a reconocer sus derechos fundamentales. Es la capacidad que todos ellos tienen -gracias a la posesión de un sistema nervioso central- para sufrir y disfrutar, para experimentar el dolor, el placer, el miedo, la agonía, la angustia o la amistad. Es decir, como individuos sintientes y con intereses propios, los animales en general y los delfines en particular deberían tener el derecho inherente a disfrutar de sus vidas en libertad y a no ser maltratados, explotados ni asesinados para beneficio de nuestra especie.
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